Conocí a Santiago hace ya muchos años por una de esas casualidades que de casualidad no tienen nada. Fue en Cabarete, en la República Dominicana. Fui ahí con una amiga de vacaciones y entre otras cosas se nos ocurrió tomar clases de surf. No había cupo, así que no pudimos, pero en el club de surf vimos un anuncio para clases de meditación y como igual no teníamos nada mejor que hacer, nos apuntamos. Me acuerdo como si fuese ayer: él vivía a un par de cuadras de nuestro hotel, e hicimos varias sesiones por semana (hasta mi madre se apuntó al ver el ¡bien que me hacía!). En poquísimo tiempo me sentí muy cómodo, y desde entonces siempre hemos estado en contacto. Ahora él está de regreso en Argentina. Pero siempre mantuvimos el contacto, y hasta el día de hoy hacemos « clases » casi semanalmente. Al ser virtuales, nuestras sesiones no inducen realmente a la meditación propiamente dicha. Así que yo considero a Santiago muchísimo mas que un profesor de meditación. Es un profesor de vida. Gracias a él, me llenó la cabeza de ideas nuevas, pistas de reflexión, etc que me alejan de lo cotidiano y me hacen sentir que a pesar de los años, sigo aprendiendo. Pero lo que MÁS me gusta de Santiago, es que es una de las pocas personas por las cuales no me siento nunca juzgado. Más de una vez comentamos un tema mío, yo entrando en la sesión con un sentimiento de culpa o de fragilidad y saliendo con un sentimiento de paz y claridad. Santiago no es un santo ni un mago: es una de las personas mas honestas y menos presuntuosas que yo conozco y su humanidad y su luz son contagiosas. A menudo pienso: felizmente que no había cupo en la clase de surf ese bendito día en Cabarete.